Cuando era chica, así como la mayoría de los niños, tenía unos amigos imaginarios. Eran dos gatitos chicos, que los cuidaba más que a mis muñecas. Los entretenido era que aparte de los cuidados mentales que les daba, los protegía de terceros. Por ejemplo nadie podía pasar cerca de ellos cuando estaban tomando leche o estaban comiendo lo que se me ocurriera. También trataba de dejarlos dentro de mi pieza cuando me iba a dormir.
Vivía lejos de la escuela, ese trayecto lo hacía durmiendo en las mañanas y de vuelta, pensando ya en mis gatitos que estaban esperandome. Al llegar, me recibían felices y yo jugaba con ellos largas horas, claro que si tenía algo más entretenido que hacer, o con quien jugar, fácilmente se iban a otro lugar de mi mente, a dormir.
Un día, sepacristo por que, llegaron a mi casa unos gatos siameses, con los que ya me llevaba mas que bien. ¡¡¡Eran lo que realmente quería!!! Unos gatos tangibles, que maullaban, ronroneaban, caminaban y rajuñaban, tal como los de la tele, pero ni parecidos a los que tenía yo antes... Los trataba tan bien, que un día mi mamá me pilló dándoles mi mamadera en su hocico. Pero eso no cambiaba las cosas, tenía que asumir que no podían coexistir ambas especies (las reales y las imaginarias).
Al otro día iba camino al colegio, y en unas piscinas grandes, donde guardan el agua potable, que se veían desde el bus que me llevaba a la escuela, se ahogaron mis gatitos imaginarios... fue tan triste que hasta el día de hoy paso por ahí, y me acuerdo...

Siempre me ha gustado escribir. Creo que esto es algo que debería haber hecho mucho antes, tal vez antes de pensar qué iba a hacer hoy...
Pero más vale tarde que nunca.